Luz parda

sábado, octubre 23, 2004

A veces me doy cuenta

Otra vez otro color:
Hasta el viento sabe distinto.

Hace unas noches me sorprendió la suavidad del otoño. Después de un aguacero de carreras y maldiciones, la ciudad quedó pulida y fresca como la adolescente que dejó de ser hace siglos.
La humedad trajó la bendición del equilibrio térmico, y la brisa que patinaba pausado por la banqueta me tamborileaba un rizo contra la cara. Como no lo había hecho en mucho tiempo, respiré sin cortes y sin respingos, fui casi feliz.
Caminaba viendo la punta de mis zapatos alternarse uno frente al otro. Nunca he podido caminar con la vista al frente: me falta naturalidad. La cabeza y los ojos suelen irse hacia alguna nube/rama suspendida, o bajarse buscando un pensamiento en el grano rugoso del pavimento. Me da pánico que mi mirada no tenga un lugar de consuelo donde posarse.

Especulación de charco:
El temblor verde de la hoja que se va a echar a volar.

Cómo se puede desear, de repente y con la fuerza eterna de un segundo, un abrazo a media calle… Me pasa seguido, sobre todo cuando voy a trote alegre por la soledad urbana de la noche. Puritita deformación emocional. Se quiere justo lo que no puede ser aún si se nos aparece como una necesidad ineludible. O por eso.
Y el deseo se disfruta a fondo, como el último trago de cerveza que acompaña una plática sentida. Pensaba en eso y sentía el dedo del viento manso recorrerme el cuello y la espalda. El escalofrío de la ausencia del abrazo.

Una mirada ajena a través de una ventanilla:
El semáforo cambia y un auto se aleja con sonido de gotas quebradas.