Ayer me negué a verla.
Preferí llenarme los rizos con disparos catódicos y malos pensamientos. Mucho la ví los últimos días y mucho le rogué.
Me la encontraba en el cruce de las callejuelas que troto para llegar a mi casa. Y siempre me detuve a rezarle una fantasía.
Me peleaba con la llave del portón sintiendo como rodaba a mis espaldas, riendo de lado, aparentemente dispuesta a conceder así, de lejitos, sin aproximarse mucho a mis turbulencias.
Hace dos noches supe que ella había decidido no ser generosa este año. A veces así pasa. Me levanté a encontrarla y reclamarle nuestra pedregosa relación. La madrugada es un buen salón de recepciones: no contesta, pero sabes que te escucha.
Salí viendo a través de una ventana sin cortinas como mi nueva vecina se uniformaba el pelo y la facha bajo un foco todavía sin pantalla.
Me la encontré en la esquina de mi calle, amarilla y bostezando. Me escuchó. No supe si algo de lo que grité sin voz le conmovió. Me quedé ahí, retándola y vencida hasta que el viento que venía caminando por el callejón me avisó que me había salido sin taparme lo suficiente.
Cuando regresé, la ventana de mi vecina estaba oscura. Nunca la ví salir. En mi soliloquio nunca sentí el bajo metálico del portón vibrar.
No prendí la luz de mi recamara pero tampoco abrí las cortinas para sospecharla por última vez en el año. Ya había decidido que prefería perdérmela hasta que un nuevo ciclo nos cambiara las ideas. La luna de abril siempre regresa como una maldición.