“Calvos van los hombres, madre, calvos van, mas ellos cabellarán.”
Francisco de Quevedo
Se sentaba entre matas voraces y descuidadas a mirarse la barba. Había que poner justo la sillita de palo para que la luz pegara bien, sin deslumbrar. Casi acuclillada, recargaba los codos en las rodillas y así detenía en una mano un espejo diminuto que en el reverso traía un Cepillín descolorido. En la otra mano castañeaban las pinzas vengadoras.
Todas las tardes de una cierta mi memoria, la abuela se acomodó a acechar los pelos que le salían del mentón. Se buscaba una hebra larga y gorda que le crecía cada dos o tres días, repentinamente, sin etapas previas de evolución, invisible por su condición de cana. Picuda. Le temblaba un poquito la mano al pescar el vello, mero abajo para no troncharlo. Jalaba e inmediatamente se llevaba a los ojos las pinzas con la presa en el pico. Junto con la raíz carnosita también salía un soplido de complacencia. La abuela era una sibarita de la depilación. Se relame los bigotes cuando se jala la barba, decía mi abuelo.
La abuela me adiestró en cazar pelos, propios y ajenos. Me enseñó a cosecharlos pequeñitos, cañoncitos negros y cargados. También largos y agazapados. Yo supe cómo pepenar en un rostro piloso, con herramienta o con uñas, hurgando en las horas muertas para descubrir con las yemas un nuevo objeto de placer. Un juego.
Semejante enseñanza viene a rendirme ahora que, junto con otras calvas de mentón, me he propuesto cabellar en perilla ajena. Me he trasplantado pelos crecidos en otra piel por el placer de confundirlos con lo míos y pensar que me han crecido de súbito, y que podré arrancarlos y volverán a crecer, abundantes y en orden a mi gusto. Cumplida la profecía está, Don Francisco, no en hombres solamente, que igualmente en mujeres buscando en su mentón un deleite, un guiño, un rebote especular.
Me ha crecido barba y yo la toco, la enredo en los dedos y luego tiento y arranco. Sigo cultivando el vello. Yo también me relamo los bigotes.
Me jalo la barba mientras leo la correspondencia de las inesperadas barbudas e inopinados barbones. Acomodo mi sillita de palo. Tomo mis pinzas y me pongo a cazar letras, propias y ajenas, señas peludas, tanta barba surgida de pronto, abundante, enmarañada, retobona. Pienso en la advertencia de Quevedo. Alguien que escribió tanto sobre pelos debe saber de qué habla. Esto puede ponerse peliagudo.
Que los que están escribiendo
no los vea quien se tiña.
Porque en sus barbas no mojen
si les faltare la tinta.