Si tuviera que levantar el censo de mis noches insomnes, pediría una beca vitalicia.
El problema no está en mi incapacidad (que no es congénita, me consta) para cerrar los ojos antes de las 2 ó 3 de la mañana. Si sólo fuera eso, mis noches, aunque cortas, podría pasarlas sin sobresaltos navegando dentro de la paz de los desconectados.
El problema consiste en el concierto masivo de recuerdos, de figuras familiares, de ideas impertinentes, de carcajadas o de pendejadas a secas y a mojadas que se organiza sobre mi almohada justo en el momento en el que mi cabeza casi llega a alcanzar la oscuridad.
Después de eso, y tras haber intentado inútilmente ordenar la manifestación neuronal para que el cauce conduzca naturalmente al sueño, no queda más que volver a tomar el libro que se resbalaba de entre los dedos minutos antes, poner bajito un disco desgarrado, encender la computadora para leer las desgracias matutinas que aparecen en la prensa de otros países, escribir historias imposibles, memorizar un poema o aprender fonéticamente una canción venida de un idioma ajeno y hermético. Cocinar una tarta mientras se bebe una copita de vino o borrar de un teclazo las 15 páginas trabajosamente escritas en los últimos días y que en ese momento me doy cuenta que ya no podrán volverse algo mejor.
Dejarse llevar dentro de la cápsula de silencio y frío de la madrugada, y disfrutar de un tiempo que parece no gastarse nunca.