Casi me mata su mirada de elefante jugando a las escondidas.
Apenas acababa de sentarme a no sentir pasar las horas cuando sentí caer sobre mi cara y el libro que delante de ella sostenía ese manguerazo visual rotundo que se cortaba en cuanto yo levantaba las pestañas. "Si lo que quiere es ligar, además de perdido, ciego" me dije con toda la mala leche que me brota en cuanto me imagino acosada por un otro que ve sin mirar lo ordinaria que luzco después de nueve horas de viaje. De todos modos, me sorprendió la rapidez de sus ojos y la facilidad con que se escabullía cuando dos o tres veces intenté atrapar sus disparos directos. Supe que había encontrado otro de la partida.
Existen lugares donde me sumerjo en el placer de la esgrima visual: el lavabo de un baño público es perfecto, pero solamente permite encuentros cortos, muy cortos. Un vagón de metro es más clásico, y la duración de cada episodio es ideal. Pero estos son lugares que, por tener superficies reflejantes, facilitan el ataque. No hay que ser un gran estratega para jugar. Una sala de espera -sin espejos- ofrece un reto mayor: aún si a veces se cuenta con un periódico o libro, tejido o abanico para desviar la atención, el golpe es más vulnerable a ser descubierto antes de que logre llegar al objetivo. En este tipo de espacios estamos juntos por más tiempo, nos medimos más, estudiamos a los que están en nuestra misma situación, aguardando... En una sala de espera como aquella, en un aeropuerto flotando en medio del Golfo Pérsico. Un aeropuerto que nunca pensé, ni quise, pisar.
Tres horas antes me habían arrastrado mis tenis polvosos por el gusano que conectaba la panza de lata del avión con un chorizo que alternaba alfombrado con remedo de marmol. Caminé buscando una pantalla que me dijera de qué área saldría mi segundo vuelo, aún si para eso faltaban seis horas. Afortunadamente en ese momento todavía no sabía que tendría que esperar diez.
Dos tiendas de aparatos eléctricos y perfumes, unos abarrotes ascépticos y estilizados donde se venden licores y cigarros, un chiringuito de recuerdos folclóricos y un comedero con olor a la mejor tradición mercantil gringa, eso era todo lo que separaba las dos áreas de espera. Todo perfectamente iluminado, perfectamente moderno y perfectamente repelente.
Recorrí de punta a punta la terminal, ubiqué las zonas que podrían servirme de refugio, intenté perder el tiempo sabiendo, como siempre, que él sí tiene paciencia para perderme a mí. Caminé observando y siendo observada, pero eso no cuenta para el juego, esas ojeadas son cuota de tránsito.
Busqué a mis compañeros del segundo vuelo, a los que ya había ubicado en la primera parte del trayecto con el aire de turista eternamente insatisfecho que parece rodear a los franceses recién bajados de un avión. Los encontré donde me llevó mi sospecha: en la única zona de fumar el ambiente era grisáceo y estaba cargado de tosidos eventuales. Con gusto me hubiera integrado a la neblina si mi garganta no hubiese resentido aquella noche en el tren Delhi-Benares. Ver a mis casi compatriotas me tranquilizó de forma irracional, así que busqué lugar cerca del humo y las pláticas a media inspiración.
Encontré un asiento que formaba ángulo entre dos línea de híbridos mitad silla, mitad banca. Me acomodé entre una joven que cuidaba una carreola vacía y una mujer acuclillada que dormitaba, cubierta enteramente por una tela negra, como picho en su rama.
Pateé con discreción las sandalias de la mujer de negro, estiré las piernas y a punto estuve de hacer caer a un hombre que en ese momento intentó esquivar la carreola. Ni siquiera se detuvo a recibir mi disculpa, siguió caminando, extraviado, buscando con tal ansiedad, me pareció a mí, como si en semejante lugar alguien pudiera ponerle pasión a algo.
Acomodé a un lado mi bolsa de viaje después de jalonear en su interior para sacar un libro de emergencia. Lo abrí, y en ese momento me bañó la mirada del hombre tropezado. Lo reconocí en el ángulo opuesto del bloque de asientos, el saco de gamuza café que se había embarrado contra el cochecito del bebé ausente, los ojos puestos ya en un punto alejado a la derecha de mi hombro.